lunes, 5 de noviembre de 2012

Tres dimensiones


La imagen muestra tres dimensiones en las que se integra nuestra concepción. 

La dimensión azul, propia de lo estrictamente humano, la dimensión amarilla, el tránsito, la trascendencia o la muerte, y la dimensión roja, propia de lo divino.

Básicos son los tres colores porque así, fundamentales, son los tres conceptos, inherentes, propios de lo humano, arquetipos: vida, muerte y más allá.

El azul nos describe, vemos nuestro mundo cotidiano, nuestros diarios quehaceres son representados con trazos y espacios breves, enredos y encierros propios de nuestra condición, símiles de laberintos, de los enigmas que intentamos resolver en el día a día. Una figura, la automatización, símbolo de toda tecnología, de todo progreso, se ubica en el lado azul pero subyace en ella lo amarillo, en sugerencia del autor sobre las funestas consecuencias que esa aceleración desproporcionada ha traído, o traerá en nuestro acontecer. Pero la figura central de esta dimensión es el hombre mismo, representado en su acceder vertical; el hombre y su cuesta, el hombre y su camino siempre vertical, el hombre que muere con cada día está dibujado sobre la dimensión de muerte, pero mirando hacia la vida.

La siguiente dimensión, la amarilla, está representada en un espacio igual de substancial que el de las otras dos, pero la sensación que se tiene al observarla es de vacío, como si el autor describiera, a partir de la imagen, la falta de comprensión que se tiene del concepto muerte, no hay nada que pueda inferirse en la imagen; es el gran espacio inhabitado, inexorable, en el que nada se ve, nada se discierne, nada se aprehende. Pero, a pesar de ese carácter enigmático, hay una intuición al respecto: su carácter transitorio; es entonces que en el extremo de esa dimensión se observa un extraño pasadizo, con cierto símil a un laberinto, quizás en idea inconsciente del autor de que sólo se trasciende con esfuerzo, con caminos propios, andaduras que sólo uno y uno solo puede descifrar. Ese pasillo contiene a los dos antagonistas dentro de sí: vida y muerte alternados, vida y muerte en tránsito, vida y muerte en pareja irremediable, pero también, vida y muerte en última presencia. Así, juntos ambos presentes, también son juntos ambos ausentes al transcurrir el flujo sobre el pasillo y llegar a la siguiente dimensión: la roja.

En esa dimensión roja, la divina, subyuga claramente un ser, un solo ser magnífico e imponente llena el espacio todo, la dimensión toda. El ser, además, en su carácter pleno, no solo colma sino contiene. Es un ser alto, largo, completo. Su cuerpo es esencia, delgado pero acabado; posee además alas, tres, cada una de ellas representada con uno de los tres colores básicos: azul, amarillo, rojo. O, vida, muerte y divinidad en tercia contenida en él. Su cabeza representa perfección simétrica, no hay aristas, matices o vacíos en ella, es un círculo en el que no hay ojos evidentes, pero sí mirada percibida. La misma, se intuye aprehensiva en extensión toda, mirada ubicua, simultánea, extensiva ... eterna.

La obra conjuga entonces nuestra casi congénita percepción. Vida, muerte y divinidad representados. Vida, muerte y divinidad convertidas en visual descripción de soberano y eterno discernir. Modelos siempre buscados pero siempre sabidos, consciente o inconscientemente, en argumentación erudita o verbo habitual, pero siempre allí.

En esencia, en lo fundamental, en lo que a soplo primario concierne, no hay nada más que representar ...

A Diana, mi niña en mirada.