La imagen muestra
tres dimensiones en las que se integra nuestra concepción.
La dimensión azul,
propia de lo estrictamente humano, la dimensión amarilla, el tránsito, la
trascendencia o la muerte, y la dimensión roja, propia de lo divino.
Básicos son los
tres colores porque así, fundamentales, son los tres conceptos, inherentes,
propios de lo humano, arquetipos: vida, muerte y más allá.
El azul nos
describe, vemos nuestro mundo cotidiano, nuestros diarios quehaceres son
representados con trazos y espacios breves, enredos y encierros propios de
nuestra condición, símiles de laberintos, de los enigmas que intentamos
resolver en el día a día. Una figura, la automatización, símbolo de toda
tecnología, de todo progreso, se ubica en el lado azul pero subyace en ella lo
amarillo, en sugerencia del autor sobre las funestas consecuencias que esa
aceleración desproporcionada ha traído, o traerá en nuestro acontecer. Pero la
figura central de esta dimensión es el hombre mismo, representado en su acceder
vertical; el hombre y su cuesta, el hombre y su camino siempre vertical, el
hombre que muere con cada día está dibujado sobre la dimensión de muerte, pero
mirando hacia la vida.
La siguiente
dimensión, la amarilla, está representada en un espacio igual de substancial
que el de las otras dos, pero la sensación que se tiene al observarla es de
vacío, como si el autor describiera, a partir de la imagen, la falta de
comprensión que se tiene del concepto muerte, no hay nada que pueda inferirse
en la imagen; es el gran espacio inhabitado, inexorable, en el que nada se ve,
nada se discierne, nada se aprehende. Pero, a pesar de ese carácter enigmático,
hay una intuición al respecto: su carácter transitorio; es entonces que en el
extremo de esa dimensión se observa un extraño pasadizo, con cierto símil a un
laberinto, quizás en idea inconsciente del autor de que sólo se trasciende con
esfuerzo, con caminos propios, andaduras que sólo uno y uno solo puede
descifrar. Ese pasillo contiene a los dos antagonistas dentro de sí: vida y
muerte alternados, vida y muerte en tránsito, vida y muerte en pareja
irremediable, pero también, vida y muerte en última presencia. Así, juntos
ambos presentes, también son juntos ambos ausentes al transcurrir el flujo
sobre el pasillo y llegar a la siguiente dimensión: la roja.
En esa dimensión
roja, la divina, subyuga claramente un ser, un solo ser magnífico e imponente
llena el espacio todo, la dimensión toda. El ser, además, en su carácter pleno,
no solo colma sino contiene. Es un ser alto, largo, completo. Su cuerpo es
esencia, delgado pero acabado; posee además alas, tres, cada una de ellas
representada con uno de los tres colores básicos: azul, amarillo, rojo. O,
vida, muerte y divinidad en tercia contenida en él. Su cabeza representa
perfección simétrica, no hay aristas, matices o vacíos en ella, es un círculo
en el que no hay ojos evidentes, pero sí mirada percibida. La misma, se intuye
aprehensiva en extensión toda, mirada ubicua, simultánea, extensiva ... eterna.
La obra conjuga
entonces nuestra casi congénita percepción. Vida, muerte y divinidad
representados. Vida, muerte y divinidad convertidas en visual descripción de
soberano y eterno discernir. Modelos siempre buscados pero siempre sabidos,
consciente o inconscientemente, en argumentación erudita o verbo habitual, pero
siempre allí.
En esencia, en lo
fundamental, en lo que a soplo primario concierne, no hay nada más que
representar ...
A Diana, mi niña en mirada.
A Diana, mi niña en mirada.