jueves, 3 de diciembre de 2020

Jaime

Sueño

Vino Jaime.

Estamos en casa de mis hijas, de pie junto a los sillones de la sala, hablamos.

Cristina realiza alguna actividad inclinada sobre la mesa del comedor.

Veo dolor en su rostro. Me duele, me dice, señalando su brazo izquierdo. Pero… ¿ya te dijeron qué tienes?, le pregunto mientras pienso que en realidad yo sé lo que tiene, Jaime ya murió.

Me mira con cierto alivio y me informa: dicen que …

Despierto

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Fuimos amigos durante mucho tiempo, casi desde nuestros primeros años. Yo provenía de un entorno escolar convencional que me era del todo ajeno, incluso tormentoso; mi vida, la real, en la que era yo realmente, se constituía por la música, el juego callejero y la aventura cotidiana. Logré, sin embargo, cursar esos primeros años escolares sin adversidad, transcurriendo en trazo tranquilo y forjando una personalidad compleja, ambigua, complicada: extrovertida e introvertida, deportiva y competitiva y, a la vez, reflexiva, melancólica, misteriosa, tormentosa. Esta última terminaría subsistiendo y forjaría un niño esencialmente solo.

Después de esos primeros años llegó el encuentro con Jaime, alguien similar a mí que sin embargo oscilaba entre extremos más agudos definidos por un entorno familiar doloroso, por episodios muy tristes que forjaron un alma joven y vieja a la vez, un alma alegre y profundamente iracunda, un alma reflexiva y caritativa pero intolerante al máximo ante el menor sentimiento de dolor infringido. 

Éramos lo mismo, pero en caminos que se definieron casi siempre en paralelo, con fuertes coincidencias que no requerían de lo cotidiano, que se sabían de lejos o de cerca, en palabra o en mirada, en letra o en pensamiento. Desde los primeros encuentros descubrí esa esencia y me reflejé en ella; sí, eso era, sin duda, esencia que ya solo adquiría forma, que adquiría circunstancia pero que tenía ya fundamento, principio impermeable.

Fueron años llenos de episodios de extrema alegría y complicidad, pero también cargados y, en ocasiones, sobrecargados, de violencia extrema, aunque casi siempre contenida; de la alegría transcurríamos hacia el gesto espontáneo que derrumbaba cordialidades como si fueran materia seca que se desintegra, en instantes, ante un breve soplido. 

Hubo en nuestro andar adolescente eventos y circunstancias de vida que se convirtieron en nuestros escenarios de siempre: aquella canción, la escuela, aquellas niñas objeto del amor más ingenuo, romántico y entusiasmado, las caminatas hacia/desde cualquier parte; caminatas llenas de calle, llenas de banqueta, llenas de mascotas ajenas, de árboles, de lluvia y, de río, un río siempre presente que, físicamente, dividía nuestro habitar. Salto el río para ver a Jaime, sáltalo tú Jaime y ven.

El tiempo, andar adulto. Hubo después y, sobre todo, mesas de café llenas de diálogo; había entre nosotros siempre un desafío emocional e intelectual que nos convertía en alumno y maestro por turnos compartidos durante días, noches, largas horas, noches eternas… alba.

Dios, la muerte, la eternidad, la música, las matemáticas, la mujer, la letra, el amor, el aliento primero, los amigos comunes, la “vena creativa”, como él refería a la proclividad -con talento- hacia la creación, y la injusticia como regente inevitable y doloroso del mundo, eran temas que discurrían, que iban y venían, que se elaboraban, que se dejaban en pausa o que se continuaban interminablemente, sin dictamen.

La letra, la palabra. Jaime tuvo, de siempre, tendencia a la escritura, era una búsqueda frenética, imparable, irrefrenable y… contagiosa. Sí, en edades todavía tempranas un episodio violento y desafiante se convirtió en reto para mí y en otro lugar común para nosotros. La palabra, y después la música, fueron entonces también pretexto de coincidencias: esa frase, esa idea, el sonido mismo, el tono, la voz... Nos convertimos en críticos literarios y musicales de la obra de otros y de la obra del otro.

Había discusión. Y la discusión tomaba con frecuencia tonos oscuros entre nosotros. La intolerancia-impaciencia-incomprensión se tornaba hacia el otro provocando el estallido, el desencuentro -no breve- de dos que, aunque se sabían próximos, se necesitaban entonces lejanos, incluso por períodos muy prolongados de tiempo. Pero, al culminar esos períodos, el rencuentro era fácil, ligero, continuado, cordial; el pasado se hacía nuevamente y de golpe, presente. Algunas anécdotas cortas y el recuento de circunstancias cercanas y listo, todo tomaba curso y el aprecio profundo reaparecía de súbito, zas.

Había también fraternidad, soporte, actos hacia el otro, complicidad que reconfortaba y que daba palanca para enfrentar hechos devastadores: aquel rompimiento, la culpa, la espera, aquel accidente, la incertidumbre, aquella frustración, la soledad. Conversaciones a modo terapéutico cuya catarsis devenía no en solución, sí en sonrisa nutrida las más de las veces de lo sardónico, del reto verbal o mordaz que recompensa al descubrirlo.

Años, muchos, de aproximaciones, descubrimientos, miradas, furia, reflexiones, rompimientos, aproximaciones, crecimiento, rompimiento, aproximación, rompimiento, aproximación y rompimiento perennes, y …

Acechaba… el final.

Sí, algo acechó con cautela, algo moldeó barreras invisibles para nosotros, algo nos enmudeció y el pasado no pudo más. ¿Fui yo después de esa muerte devastadora? ¿Fue él y su búsqueda extrema hacia lo místico? ¿Fue un acto tercero fortuito? ¿Qué circunstancia nos desunió? La última pausa fue mucho más prolongada, nunca dejó de serlo … Un largo e insensato alejamiento del cual, no volvimos más.

Una noche, lectura, soledad, curiosidad. Mi mente - ¿o quién? - repara en un relato que conduce a otro que conduce a otro más y que finalmente me ubica en su recuerdo, en Jaime. ¿Qué será de él, dónde está? Han pasado tantos años. Tengo su número telefónico en la memoria, pero … no, mejor no marco, mejor busco y rebusco en los medios públicos; son tan amplios y estrechos. Pero ¿él? No, nunca estuvo en ellos, nunca en la complacencia general, nunca en modas ni modismos ni convencionalismos. Ahí no…

Pero algo me impulsa, me dice: sigue buscando, sigo, aquí no, tampoco, sigo, no es él, homónimo, no es la misma circunstancia, sigo, no, la edad no empata, otro país, sigo, otra época. Nada, pero, me insiste: sigue, busca, sigo, sigue, sigo… La búsqueda se vuelve frenética, casi delirante, ¿dónde estás Jaime? 

No estás más.

Lo encuentro, un acto público da fe del suceso que me estremece: defunción, dice. ¿!!? Leo, releo, ¡re-releo! Dice ahí que no estás más, no dice por qué ni cómo ni desde cuándo, pero sentencia, congela, en una sola palabra, todo un relato; el tuyo, en primer orden, y el nuestro, por consecuencia.

No estás más, no hay más regreso, ¿dónde busco? ¿dónde estás? ¿por qué te fuiste? No hay trazo, ni rastro, ni explicaciones; el teléfono es consecuente: no responde más… Imagino abandono, mudanzas, imagino tristezas, enfermedades quizás, imagino dolores, me imagino ahí donde quizás debí ser presencia. 

¿Por qué te fuiste? ¿Por qué nos fuiste? ¿Por qué nos fuimos? No era tiempo aún, nos faltaba… 

Han pasado meses desde la aparición de esa nota pública, han pasado años, muchos, desde el último diálogo compartido… Todo quedó allá, pero, en aparente paradoja, todo sigue aquí, todo esta aquí. Escucho tu voz y tu sonrisa, se reúnen nuestros episodios en concurrencia múltiple, un guion perfecto en el que cada actor tiene cabida y se manifiesta en sincronía. 

Hoy te veo y te escucho y te hablo y te recreo todo, en simultáneo. Permanece lo hablado, lo escrito, lo compuesto, permanecen las notas de aquella canción tuya y las letras de tu poesía. Permanece todo y, con ello, permaneces tú. Te imagino transcurriendo en ese río de siempre, aconteces en él como en cada calle que recorrimos, como en cada palabra que entretejimos. Apareces y sobrevienes en lo que siempre fuimos: destellos y claroscuros.

Sé que pensabas en el final, nunca con miedo ni pasmo alguno, siempre con el soporte de esas creencias místicas que te constituyeron, siempre con la convicción de trascendencia. Lo hablamos. Es religarse, decías.

Relígate Jaime, surge, emerge y trasciende; y confórmate en esa esencia que te empeñaste en conservar, que nunca perdiste.

Sigue siendo.

Hasta allá, hasta siempre…

© Pepe Tapia, 2020