¡Mozart
de nuevo! Alegría extrema para él. Cada vez que su vida reiniciaba, escuchaba
la música sublime de Mozart, profundamente triste pero sublime. El “réquiem”
acompañaba cada movimiento de su cuerpo como si en paradoja inversa, la armonía
compuesta por una sucesión de corcheas mortuorias le diera salida a signos
emergentes de vida, de renacimiento, de ciclos renovados. Balzac había
encontrado la fórmula; ni alquimistas, ni rosacruces, ni ascetas seguidores de
arcos y flechas, ni contemplativos en nirvana, tenían acceso a ese altar divino
en el que, por siglos ya, él contemplaba la transición del alma. El último
suceso de todo humano era para él un tránsito pasajero y generoso hacia
porvenires, dolorosos o gozosos, pero por venir.
¿Había
sido circunstancial o celestial? ¿Quizás producto de un afortunado e
indescifrable fenómeno de sincronías o bien de un generosísimo capricho
celestial hacia sus devociones religiosas incondicionales? No importaba para
él. Balzac se concentraba únicamente en
el insólito hecho de su resurrección. En aquel su primer acercamiento a la muerte, el instinto y la convicción de un
profundo sentido estético le indicaron a su mente pensar en aquella obra
magnificente, en ese pasaje que exaltaba su espiritualidad a niveles que él
percibía como arquetipos de luminosidad. Mozart y esa obra actuaban siempre
como umbrales directos entre su condición terrena, funesta y fatal, y un
altísimo sentimiento de vuelo glorioso, elevado. Así que mientras esperaba
resignado su ocaso evocó cada nota, cada silencio, cada ligadura; cada párrafo
musical fue recreado y el milagro se produjo, su cuerpo renació, sus
debilidades se desvanecieron y en ese credo firme, mezcla de estética y fe, su
ser brotó. Su instinto no admitió equívoco: adjudicó al prodigio memorioso el
renacimiento milagroso. Dios mismo, alegre de que su hijo evocara con tal
portento sus perpetuos ritmos, se convertía en magnánimo dador de vida en una
hechura sin precedente: la resurrección.
La
práctica confirmó el dictamen. Enfermedades, asaltos ruines y accidentes
atroces fueron enemigos débiles, incipientes, de su condición de semidiós. La
eternidad y sus laberintos no eran más un acertijo para él. Bastaba con el
certero recuerdo, con el tendido de la ofrenda precisa, matemática, para que el
atisbo omnipotente lo relanzara al mundo.
Años,
siglos de vida continua lo mantuvieron asido y confiado a devenires ciertos.
Aquella
noche de nueva era el furor lo captó. El inicio de siglo, novedad nada nueva
para él, lo atrapó en el contagio y, sumergido en brindis y pegajosos abrazos,
se fragmentó. El efecto de innumerables menjurjes mermó su recuerdo y su
capacidad de intérprete que hasta ahora lo mantenía vivo y re-vivo. Un
tropiezo, una caída severa y su cuerpo humano tocado por el daño. Su conciencia
desesperada anticipó finales y confirmó urgencia de recuerdo, pero la memoria
fue frágil e imprecisa, accidentada y ofensiva para el oído eterno. Notas
olvidadas y compases de espera innecesarios escribieron diferentes partituras.
Oyó, sí, esbozos de armonías, recreó, sí, trazos de melodía, pero el ente se
desvaneció en el lienzo sonoro. Errores de condición humana le recordaron que
el prefijo “semi” establece distancias vastas…
Despertó
entonces con su conciencia parte de él. Pero los galimatías acústicos
conformaron deficiencias anatómicas. ¡Terrible error que ahora lo minusvalía!
¡Oh Dios! Sólo su cabeza y un brazo se ubicaban en el prado verde, el resto:
materia inerte, polvos imposibles.
¡Su
cabeza! Promesa firme, esperanza intacta. Reflexionó entonces: su mente había
sido hasta ahora espermatozoide y óvulo engendrado. Fe e ideas convertidas en
simbiosis creadora. Tenía que conjugarlas nuevamente y, nuevamente certeras,
provocarían el engendro admirable.
Pero
su mente se mostraba primaria, ajena y alejada de las complejas armonías que
sólo Mozart y otros cuantos digerían virtuosos. Su mano entró en escena.
Tiempos gordos alimentaron tiempos flacos y su rúbrica permitió el acercamiento
de teclados autómatas y guías modernas. Paciencia, fe y tiempo lo desplazaron
hacia penosos ejercicios de disciplina en los que proporciones importantes de
su cuerpo yacían muertas y ligadas a un miembro vigoroso e impulsado que
practicaba noches y días y susurraba tañidos a su mente, esforzada al extremo
en lograr el sello definitivo.
No
fue fácil. El desdén celeste se probaba firme e implacable. Rezos, promesas y
adoraciones extremas eran desoídas por El Alto. La condición humana llevada al
margen no proveía misericordias... Pero una noche, una madrugada, el prodigio
volvió. Recitó uno a uno los versos y sus frecuencias físicas bien afinadas,
enalteció en cantata perfecta la voz fina y se regocijó de sueños tejidos en
colores de mezclas constantes. Se concentró entonces y repitió una y otra vez el guión divino, pero sin parto. Seguía,
ahora, semi-muerto.
Su
mente ahora afilada y ya entrenada en duros conciertos volvió a la reflexión.
Quiso la piedad divina correr cortinas y revelarle el misterio. El secreto, su
secreto para resurgir, provenía de la vida misma, era menester vivir para
re-vivir, el ente no reaparecía de la nada, sino del todo, cercano al borde,
pero vigoroso aún. Su brazo, sus extremos bajos, su tronco y sus interiores
habían sido ya límite tiempo ha. Ni el
polvo de cantar ni sucesivas miradas en foco los traerían de nuevo. El fracaso
avergonzó al arquetipo y en tormentas manifestó sollozos.
Balzac
comprendió. Dueño de altos procesos cognoscitivos descifró el guión y hundió el
letal instrumento en su cerebro. Murió entonces, por vez primera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario