domingo, 16 de septiembre de 2012

Balzac perenne


¡Mozart de nuevo! Alegría extrema para él. Cada vez que su vida reiniciaba, escuchaba la música sublime de Mozart, profundamente triste pero sublime. El “réquiem” acompañaba cada movimiento de su cuerpo como si en paradoja inversa, la armonía compuesta por una sucesión de corcheas mortuorias le diera salida a signos emergentes de vida, de renacimiento, de ciclos renovados. Balzac había encontrado la fórmula; ni alquimistas, ni rosacruces, ni ascetas seguidores de arcos y flechas, ni contemplativos en nirvana, tenían acceso a ese altar divino en el que, por siglos ya, él contemplaba la transición del alma. El último suceso de todo humano era para él un tránsito pasajero y generoso hacia porvenires, dolorosos o gozosos, pero por venir.

¿Había sido circunstancial o celestial? ¿Quizás producto de un afortunado e indescifrable fenómeno de sincronías o bien de un generosísimo capricho celestial hacia sus devociones religiosas incondicionales? No importaba para él.  Balzac se concentraba únicamente en el insólito hecho de su resurrección. En aquel su primer acercamiento a la  muerte, el instinto y la convicción de un profundo sentido estético le indicaron a su mente pensar en aquella obra magnificente, en ese pasaje que exaltaba su espiritualidad a niveles que él percibía como arquetipos de luminosidad. Mozart y esa obra actuaban siempre como umbrales directos entre su condición terrena, funesta y fatal, y un altísimo sentimiento de vuelo glorioso, elevado. Así que mientras esperaba resignado su ocaso evocó cada nota, cada silencio, cada ligadura; cada párrafo musical fue recreado y el milagro se produjo, su cuerpo renació, sus debilidades se desvanecieron y en ese credo firme, mezcla de estética y fe, su ser brotó. Su instinto no admitió equívoco: adjudicó al prodigio memorioso el renacimiento milagroso. Dios mismo, alegre de que su hijo evocara con tal portento sus perpetuos ritmos, se convertía en magnánimo dador de vida en una hechura sin precedente: la resurrección.

La práctica confirmó el dictamen. Enfermedades, asaltos ruines y accidentes atroces fueron enemigos débiles, incipientes, de su condición de semidiós. La eternidad y sus laberintos no eran más un acertijo para él. Bastaba con el certero recuerdo, con el tendido de la ofrenda precisa, matemática, para que el atisbo omnipotente lo relanzara al mundo.

Años, siglos de vida continua lo mantuvieron asido y confiado a devenires ciertos.

Aquella noche de nueva era el furor lo captó. El inicio de siglo, novedad nada nueva para él, lo atrapó en el contagio y, sumergido en brindis y pegajosos abrazos, se fragmentó. El efecto de innumerables menjurjes mermó su recuerdo y su capacidad de intérprete que hasta ahora lo mantenía vivo y re-vivo. Un tropiezo, una caída severa y su cuerpo humano tocado por el daño. Su conciencia desesperada anticipó finales y confirmó urgencia de recuerdo, pero la memoria fue frágil e imprecisa, accidentada y ofensiva para el oído eterno. Notas olvidadas y compases de espera innecesarios escribieron diferentes partituras. Oyó, sí, esbozos de armonías, recreó, sí, trazos de melodía, pero el ente se desvaneció en el lienzo sonoro. Errores de condición humana le recordaron que el prefijo “semi” establece distancias vastas…

Despertó entonces con su conciencia parte de él. Pero los galimatías acústicos conformaron deficiencias anatómicas. ¡Terrible error que ahora lo minusvalía! ¡Oh Dios! Sólo su cabeza y un brazo se ubicaban en el prado verde, el resto: materia inerte, polvos imposibles.

¡Su cabeza! Promesa firme, esperanza intacta. Reflexionó entonces: su mente había sido hasta ahora espermatozoide y óvulo engendrado. Fe e ideas convertidas en simbiosis creadora. Tenía que conjugarlas nuevamente y, nuevamente certeras, provocarían el engendro admirable.

Pero su mente se mostraba primaria, ajena y alejada de las complejas armonías que sólo Mozart y otros cuantos digerían virtuosos. Su mano entró en escena. Tiempos gordos alimentaron tiempos flacos y su rúbrica permitió el acercamiento de teclados autómatas y guías modernas. Paciencia, fe y tiempo lo desplazaron hacia penosos ejercicios de disciplina en los que proporciones importantes de su cuerpo yacían muertas y ligadas a un miembro vigoroso e impulsado que practicaba noches y días y susurraba tañidos a su mente, esforzada al extremo en lograr el sello definitivo.

No fue fácil. El desdén celeste se probaba firme e implacable. Rezos, promesas y adoraciones extremas eran desoídas por El Alto. La condición humana llevada al margen no proveía misericordias... Pero una noche, una madrugada, el prodigio volvió. Recitó uno a uno los versos y sus frecuencias físicas bien afinadas, enalteció en cantata perfecta la voz fina y se regocijó de sueños tejidos en colores de mezclas constantes. Se concentró entonces y repitió una y otra vez  el guión divino, pero sin parto. Seguía, ahora, semi-muerto.

Su mente ahora afilada y ya entrenada en duros conciertos volvió a la reflexión. Quiso la piedad divina correr cortinas y revelarle el misterio. El secreto, su secreto para resurgir, provenía de la vida misma, era menester vivir para re-vivir, el ente no reaparecía de la nada, sino del todo, cercano al borde, pero vigoroso aún. Su brazo, sus extremos bajos, su tronco y sus interiores habían sido ya límite tiempo ha.  Ni el polvo de cantar ni sucesivas miradas en foco los traerían de nuevo. El fracaso avergonzó al arquetipo y en tormentas manifestó sollozos.

Balzac comprendió. Dueño de altos procesos cognoscitivos descifró el guión y hundió el letal instrumento en su cerebro. Murió entonces, por vez primera. 

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