jueves, 6 de marzo de 2014

Escena amarilla


Es una casa muy parecida a la de mis hijas, por lo menos la sala y el comedor. Estamos sentados tú y yo en esa mesa, la del comedor y en uno de los sillones de la sala hay dos hombres, no los conozco, no reconozco su físico, pero sé que son amigos nuestros.

Tú estás ese día radiante, física e intelectualmente. Comienzas a hablar de pronto de una de las escenas de la película “El hijo de la novia”, aquella argentina que tanto nos gustó. Tu hablar es no sólo certero y cautivante, es rapidísimo, ligado, congruente. Exaltas tal o cuál diálogo recitándolo de memoria, haces notar tal o cual actuación y las repercusiones de los gestos y el lenguaje corporal del actor. Esos amigos y yo, simplemente te vemos, atónitos, asombrados de tu discurso, de ese monólogo que nadie se atreve a interrumpir. Tú, firme, segura y lo mejor: sonriente y cálida. Hilas una idea con otra, una opinión con otra.

Yo me siento maravillado al observarte, feliz, concentrado en tu habla y en tu mirada. Los dos amigos, juntos el uno del otro, también te escuchan, observan y callan.

De pronto, como si el asombro no fuera suficiente, anuncias: voy a cantar. Te volteas, hay un piano pegado en la pared (como lo hay en la casa de mis hijas) y comienzas a tocarlo con tal fuerza, con tal vehemencia que el azoro es todavía mayor en nosotros. Escucho las notas, veo tus manos presionando fuerte el piano, con fuerza sí, pero con talento, con sensibilidad. Tu canto también es sorprendente, preciso, entonado, cautivante.

Miro de soslayo a los dos amigos: siguen pasmados.

Y yo, sigo contento, cerca de ti, gozando todo lo que tú eres ...

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